capítulo IIi (y final): otra oportunidad sobre la tierra
un reportaje de barrio, por david péreZ
No toda la Galia está ocupada por la terraza de Tierra Astur.
Al otro lado del espíritu cosmopolita y juvenil de Poniente, el auténtico Natahoyo es un estado de ánimo melancólico y decadente de 30.000 metros cuadrados situado a quince minutos del centro, entre dos radiantes playas artificiales y a un paso de una de las avenidas comerciales con más vida del oeste de Gijón.
Para sentirlo, hay que subir por la calle Mariano Pola hasta la esquina con Atanasio Menéndez, girar a la derecha, adentrarse en el agujero de gusano de la calle Coroña y después callejear a la deriva entre ruinas, naves desmanteladas, solares, caminos sin salida, casas con puertas tapiadas con cemento y paredes con pintadas diabólicas que constituyen los terrenos objeto de los planes urbanísticos PERI 3 y PERI 4, que aguardan desde hace años a que el dinero despierte.
Se trata de la única zona de libre acceso en El Natahoyo que permanece abandonada a su suerte; por eso también es la única donde se puede comprender el pasado, porque allí están sus huellas. Mientras el barrio emprendía en los 90 un proceso de transformación radical, con la urbanización de Poniente como emblema, esta franja de espacio y tiempo ubicada entre la sidrería La Carreña y El Tallerón de Duro Felguera se quedó descolgada del progreso, convertida en una especie de purgatorio donde se encuentra, por ejemplo, lo que queda de la ciudadela de Maximino Miyar, un complejo de antiguas casas proletarias protegido por una figura administrativa, a la espera de una posible reconstrucción.
La presencia de esta zona en el barrio, a medio camino entre el área industrial vigente y el cogollo comercial de la Avenida de Galicia, resulta tan anacrónica que cualquier elemento del presente parece allí fuera de lugar, un fallo de Matrix, como el anuncio turístico de la Xunta de Galicia que cuelga de un muro destartalado promocionando la región en mitad de la nada, o la ropa tendida en un callejón sin salida, o un vecino que surge de una esquina con una bolsa de productos de la huerta. Incluso el ajetreo de los trabajadores en la entrada de los astilleros Armón produce cierta sensación de irrealidad después de atravesar el purgatorio hacia el Monte Coroña.
Juego de tronos urbanístico
Es la frontera emocional del barrio, pero los vecinos desean borrarla. Álvaro Cuesta, presidente de la asociación Atalía, la más antigua de El Natahoyo, representa el sentir mayoritario. «El gran problema del barrio lo tenemos en la mano derecha de El Natahoyo, desde la Fundación Revillagigedo al Club Natación Santa Olaya. Es algo que nos preocupa mucho. Todo está sin edificar, en malas condiciones, es una zona degradada. Por una parte, habría que delimitar la industria que debe seguir. Por otra, adecentar la calle Coroña y recuperar de una vez la ciudadela. Estamos también muy de acuerdo con que el ayuntamiento compre los terrenos de Naval Gijón para que se pueda hacer un parque tecnológico industrial moderno».
Pronto volverán a sonar los tambores de compra. Desde el final de la reconversión, las sucesivas administraciones del consistorio se han interesado en la adquisición de los terrenos del antiguo astillero, con el objetivo, por el momento difuso, de crear un complejo industrial vinculado a la economía azul. Sin embargo, la operación no es tan sencilla.
Ocurre que los terrenos tienen dos propietarios. Por una parte, la Autoridad Portuaria de Gijón, que en 2019 sacó a la venta por segunda vez sus 39.512 metros cuadrados. Por otra, la sociedad Pequeños y Medianos Astilleros en Reconversión (Pymar), interesada en que los 20.573 metros cuadrados de su propiedad puedan construirse viviendas para obtener el máximo rendimiento económico a la parcela. Actualmente, existen numerosos recursos al Plan General de Ordenación (PGO) de empresas inmobiliarias y particulares para forzar la recalificación de los terrenos. Pymar se unió a los litigios en 2019.
En otro plano, el Musel también inició en 2020 los trámites para vender los terrenos situados entre la playa de El Arbeyal y Naval Gijón, un movimiento decisivo para el futuro de la industria en la fachada marítima, cuya resolución es inminente. Por una parte, astilleros Armón, que ya ha manifestado su interés en comprar los terrenos, tiene una concesión de uso vigente hasta febrero de 2023. Por otra, Duro Felguera, cuyo nuevo destino podría ser El Musel, tiene permiso hasta septiembre del mismo año.
María Jesús Argüelles coincide en el diagnóstico. No es de El Natahoyo, pero como si lo fuera, porque tiene una peluquería desde hace trece años en la calle Lloréu, con vistas al Parque de la Fábrica de Loza, uno de los epicentros del barrio. La dueña de Magenta valora El Natahoyo especialmente por su situación y sus equipamientos.
«Me gusta mucho porque está muy cerca del centro, prácticamente a 15 minutos caminando, muy bien comunicado y tiene todo lo que se necesita muy cerca: centro de salud, parques para niños, piscina, lugares donde hacer deporte… Creo que está muy bien diseñado».
Eligió El Natahoyo por causalidad para instalar su negocio, pero más de una década después está segura de que fue la decisión correcta. «Tengo la sensación de que es un barrio tranquilo. Y creo que está muy vivo. Además, hay todo tipo de gente. No es como otros barrios donde la población está más envejecida, mientras otros son todavía muy jóvenes. Aquí es una mezcla, incluso de gente nueva que se viene a vivir. En mi caso, no solo tengo clientes de El Natahoyo; también de la zona de Moreda. Hay gente con distintas inquietudes. No creo que haya algo general que preocupe a los vecinos».
Desde su mirada externa, María Jesús también cree que existe un espíritu de comunidad singular, un vínculo generacional con los orígenes. «Da la sensación de que es un barrio unido; de hecho, hay gente que ha comprado vivienda en El Natahoyo porque sus padres eran del barrio, o su familia; es como que quieren volver o estar cerca de sus orígenes«.
Un lugar llamado poniente
Pocos recuerdan hoy que Poniente, o al menos la mitad de Poniente, forma parte de El Natahoyo. La manera más fácil de conquistar un lugar es cambiándole el nombre para llenarlo luego de amistosos colonos de las cuencas mineras. Se trata de un trabajo delicado y silencioso, pero desde los 90 el barrio ha sido arrinconado por calculadas fronteras lingüísticas. Cada vez que una zona de El Natahoyo prospera por su cuenta, le cambian el nombre. Después, nadie se acuerda del origen.
Entre todos los nombres posibles, a la playa de Poniente le pusieron el único inventado, en una operación de marketing ideada para apuntalar una operación urbanística crucial para entender El Natahoyo del siglo XXI. Después de tanto esfuerzo, ni políticos ni inversores podían permitir que aquel lugar creado a imagen y semejanza de soleados sueños urbanísticos fuese bautizado con nombres tan poco glamurosos como Pando, El Trampolín, La Gloria o Castrillón, denominaciones históricas asociadas a este tramo costero.
Pando, por ejemplo, era el nombre de la antigua playa ubicada en la zona de Fomento. Sin embargo, no es lo mismo vender un piso con vistas al mar en un lugar con nombre de animal en peligro de extinción que en Poniente. Ni es lo mismo broncearse en la playa de El Natahoyo, un nombre lleno de chimeneas, obreros y neumáticos quemados, que en la idílica playa de Poniente. Para el progreso, es más rentable inaugurar un hermoso lugar sin memoria que apostar por un lugar oscuro con siglos de recuerdos.
Antes de que el buque belga James Ensor bombease durante 25 días de agosto de 1994 más de 800 toneladas de arena de Gozón, Poniente era un pedrero rodeado de fábricas al que se accedía por un lugar conocido como «el Boquete«, una especie de túnel ubicado al final de la calle del Marqués de San Esteban. Aquel agujero por donde los vecinos salían al mar para pescar marisco se ha convertido, en cambio, en uno de los espacios más abiertos de Gijón: el proyecto quiso evitar, precisamente, el modelo claustrofóbico de la playa de San Lorenzo, con una muralla de edificios frente al mar. El objetivo se logró: Poniente ha superado la prueba del tiempo. Un cuarto de siglo después, el macroproyecto es valorado mayoritariamente de forma positiva por la ciudadanía, tanto dentro como fuera de El Natahoyo.
De otro lado, la integración del pasado industrial en el nuevo paisaje urbano se quedó en mercadotecnia. No era un logro sencillo: el corazón obrero del barrio jamás fue compatible con un trasplante a la vida moderna. Para entenderlo, existe una metáfora visual. Los edificios de viviendas turísticas con forma de barco en homenaje a los antiguos buques de los astilleros que dominan la explanada de Poniente están orientados hacia la bahía, con vistas al mar. Sin embargo, la realidad era al revés: las proas de los barcos construidos en Naval Gijón miraban siempre al interior de El Natahoyo, con vistas al barrio.
Siempre quedará, sin embargo, la chimenea de Castrillón.
La frontera de Moreda
En los años 30, en la convocatoria del concurso de belleza Miss Natahoyo, un certamen iniciado en la II República, se estipulaba como condición para presentarse residir «entre la Estación del Norte y El Cortijo o desde Santa Olaya a la fábrica de Cervezas». Por aquel entonces, el barrio de Moreda todavía no existía.
Históricamente, se acepta que el territorio de El Natahoyo alcanza, de este a oeste, desde el Museo del Ferrocarril, la antigua Estación del Norte, hasta Cuatro Caminos; y de norte a sur, desde el mar hasta las vías del tren, incluyendo la actual zona residencial de Moreda, cuyo territorio formaba parte en la antigüedad, virtualmente, del Coto Señorial de El Natahoyo.
Ocurrió, sin embargo, que esos terrenos, en el pasado también conocidos como La Braña, fueron ocupados por la siderúrgica Moreda y Gijón durante cien años, hasta que su desmantelamiento dio paso, en el cambio de siglo, a la urbanización del entorno como zona residencial. Durante las últimas décadas, la cohesión urbanística del lugar ha dado a luz a una realidad vecinal diferenciada. Oficialmente, Moreda es hoy un barrio independiente de Gijón. Así lo reconoce el propio ayuntamiento al presentar los datos de población de forma desglosada. Según el último censo, en Moreda viven 2.600 personas. En El Natahoyo, 15.191 habitantes.
¿Y punto? No. Existe resistencia.
Álvaro Cuesta, presidente de la asociación Atalía, está en desacuerdo. «Cuando la siderúrgica se derriba, la zona de Moreda se urbaniza, pero si todos quisiéramos un barrio, ¿qué pasaría? Lo afirmo donde sea: Moreda es de El Natahoyo, lo fue toda la vida. Se llama Moreda porque allí había una empresa que se llamaba Moreda. Entonces, en La Calzada, donde estaba La Algodonera, podrían hacer también un barrio y llamarle La Algodonera. Moreda no es un barrio, es una urbanización que ocupa los antiguos terrenos de la fábrica de Moreda. Sé que es un tema problemático, y procuro no sacarlo en la Federación de Asociaciones Vecinales, pero El Natahoyo es El Natahoyo, y decir que Moreda es un barrio, con todo el cariño y respeto, pero no. Así no se hacen las cosas.»
Por su parte, desde la asociación de vecinos de Moreda, viven las fronteras con naturalidad, probablemente de forma parecida en que lo hacían los habitantes de las zonas de Santa Olaya o El Cortijo en el siglo pasado. Se sienten de Moreda.
Charo Blanco, su presidenta, lo explica así: «En general, a la gente le gusta decir que vive en Moreda. Les cuesta más decir El Natahoyo, porque quizás no somos una parte que se pueda diluir tan fácilmente en otro barrio. La zona se nota muy diferenciada, pero no creo que existan ningún problema». Su compañera Begoña Cerra añade otro punto de vista: «Yo soy de Moreda porque la zona se llama Moreda, lo digo con naturalidad. Lo que pasa es que, si hablo con alguien de fuera, también puedo decir El Natahoyo, para evitar que lo confundan con Moreda de Aller. En principio, decimos que somos de Moreda, pero si alguien no lo ubica añadimos El Natahoyo».
Por su parte, Iván Buelta, 21 años, uno de los integrantes más jóvenes de la asociación, considera natural compartir equipamientos y servicios. «Yo tampoco veo una frontera de Moreda a El Natahoyo. Por ejemplo, a mí no me importa que aquí no tengamos una oficina de Correos. Me cuesta el mismo trabajo cruzar a la esquina contraria de Moreda que ir a la oficina de El Natahoyo», argumenta.
Muchos años después, frente a la Plaza de la Habana…
Hace cinco años que Carmen Rodríguez encontró su lugar en el mundo en Moreda. La cafetería Macondo, que esta niña de humo de las cuencas abrió para cumplir un sueño, no solo la hace feliz a ella, también a un gran número de vecinos de varias generaciones a un lado y a otro de la Avenida de Juan Carlos I, la frontera invisible del viejo Natahoyo y el nuevo barrio de Moreda. Todos han encontrado en este bar de la Plaza de la Habana el refugio cultural que la zona necesitaba después de una larga etapa de decadencia, demasiado enfocada en la nostalgia.
Unos días después de la inauguración, una pareja de mediana edad se llevó una gran sorpresa al encontrar una cafetería con ese nombre en el barrio. Aquellos días, uno de ellos estaba leyendo Cien años de soledad, la novela donde aparece el pueblo imaginario de Macondo. Lo interpretaron como una señal. Le anunciaron a Carmen que volverían para terminar de leerla en el bar. Poco tiempo después, regresaron para cumplir su promesa.
«En el barrio estoy encantada. Puse el bar y me vine a vivir. Quizás estoy todavía en esa fase de enamoramiento», bromea Carmen mientras cuenta su historia. «Cuando estaban haciendo el barrio, en el 94, nos ofrecieron este local a mis hermanas y a mí. Nunca pusimos nada. Algún día, decíamos. Hasta que hace ocho años empecé a darle vueltas. Yo trabajaba en hostelería, pero me gustaba la idea de una librería donde pudiera presentar libros. Sin embargo, yo no sabía nada de librerías. Entonces vimos que en Moreda había sidrerías, pero no cafeterías. Yo quería justo lo que tengo: hacer presentaciones de libros, exposiciones, un sitio donde hacer charlas… Pero no sabíamos si tendría éxito».
Lo tuvo. Hoy el Macondo es una referencia cultural de Gijón y un punto de encuentro para diversos movimientos culturales del entorno de Moreda y El Natahoyo, con protagonistas tan relevantes como la asociación de mujeres La Xana, editora de la revista La Caraba; la escritora Pilar Sánchez Vicente, el fotógrafo Pedro Timón, la artista Miren Manterola, el pintor Eusebio Llorca o la editorial independiente Hoja de Lata, también con base de operaciones en El Natahoyo, que atesora uno de los catálogos más prestigiosos y singulares del país, gracias al talento y dedicación de Daniel Álvarez Prendes y Laura Sandoval.
El Plan Gamazo, puesto en marcha en 1947, fue un plan de ordenación urbana decisivo para Gijón que impulsó el destino de El Natahoyo como barrio industrial, en ocasiones transgrediendo la ley en honor de un desarrollismo agresivo cuyo objetivo era aglutinar viviendas para trabajadores al lado de las fábricas, sin tener en cuenta la integración de equipamientos culturales o infraestructuras de carácter social. Hoy, el entorno de Moreda-Natahoyo es todo lo contrario, con numerosas instalaciones deportivas, espacios abiertos y uno de los parques más hermosos y sorprendentes de Gijón.
Cuando cae la noche, en el ámbito de la calle Coroña reina un silencio antiguo donde resuena el eco de los viejos tiempos. En cambio, al amanecer, en los días despejados, la realidad adquiere en la Plaza de la Habana, en el centro de Moreda, un aspecto de comienzo del mundo, con el cielo azul dominando el territorio de edificios tranquilos que hace un siglo estaba surcado por chimeneas humeantes. «Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio», escribió García Márquez al final de Cien años de soledad.
Pero nunca es lo mismo.
Las estirpes condenadas a cien años de industrialización tienen, a veces, una segunda oportunidad sobre la tierra.
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