Las Casas Baratas del Coto vinieron a subsanar en 1929 la deplorable situación en la que vivía la clase obrera, cuyas familias soportaban unas condiciones de habitabilidad más que penosas
¿Vivirá aún quien protagoniza las imágenes que me han movido a escribir este artículo? Sería lo suyo, según establecen las estadísticas, porque ese niño andará ahora por los setenta años y quizá aún siga residiendo en nuestra histórica villa, si es que no lo aventaron fuera de la región los vientos de la vida, como a tantos otros, dejando muy atrás en el tiempo y la distancia las Casas Baratas de barrio del Coto en donde se crió, entre charcos y barro, una yegua llamada Lola y un potro del que se desconoce el nombre, ambos al fondo difuso de la primera fotografía, según especifica en el pie correspondiente su autor.
En aquellos años de la niñez del protagonista, a los que pone luz su risa abierta y espontánea contra todas las posibles privaciones, los animales domésticos formaban parte de la compañía cotidiana en barrios gijoneses como el citado. No encontramos en las manos del pequeño ningún juguete que entretenga ese júbilo desbordante que le rebosa por el rostro mientras el fotógrafo Carson lo enfoca con su cámara. Le bastan el agua y el barro de un charco para sacar entretenido provecho a su ocio cotidiano, como hicimos quienes compartimos por ese tiempo una niñez similar en las calles sin asfaltar y en los parques y jardines. Ríos y hasta mares eran a nuestros ojos aquellos charcos tan frecuentes en el callejero urbano.
Las Casas Baratas del Coto vinieron a subsanar en 1929 la deplorable situación en la que vivía la clase obrera, cuyas familias soportaban unas condiciones de habitabilidad más que penosas, como todavía testimonia hoy la ciudadela restaurada de Celestino Solar, o mostraron en su día las casuchas bajas con sus patios embarrados, sin más ventilación que una ventana y la puerta de la calle, que existían en el Humedal hasta finales de los años cincuenta.
Con mucho retraso sobre la iniciativa llevada a cabo en otros países europeos en el siglo XIX, pues la Ley de Casas Baratas data en sus dos versiones de 1921 y 1924, las Casas Baratas de El Coto fueron ocupadas por obreros municipales un lustro después, con una renta mensual de 50 pesetas cuando los jornales rondaban las 10 diarias. La ley señalaba que los trabajadores no podrían pagar más del 20% de su salario por la vivienda. Al cabo de veinte años podían hacerse con su propiedad.
El proyecto de 46 viviendas adosadas fue obra del arquitecto municipal Miguel García de la Cruz. Cada una de la casas contaba con agua corriente, cocina higiénica de carbón y baño, unas condiciones en verdad muy avanzadas para la época. Por desgracia, en el cuarto de siglo de vigencia que tuvo la ley aludida solo se construyeron en todo el país 21.000 viviendas de ese tipo, algo en lo que la guerra y las penalidades y carestía de la posguerra jugaron un papel determinante.
El niño de las Casas Baratas de El Coto no fue de los que vivió lo peor de esa amarga y mísera posguerra, pero si le tocó la dilatada sombra de su rastro, tal como advertimos en la pobreza de su vestuario y en la desnudez de sus manos sin un solo juguete. Es muy posible también que a su familia no le llegase a tocar en suerte una de esas viviendas, aunque el fotógrafo Carson localizase al pequeño en su entorno. Podríamos pensar, al dejarnos esa instantánea, que bien podría ser para que muchos años después nos acordáramos al verla de las Nanas de la cebolla, el hermosísimo poema de Miguel Hernández escrito en la cárcel y dedicado a su hijo: Alondra de la casa, / ríete siempre. / Es tu risa en los ojos / la luz del mundo. / Ríete tanto/ que el alma, al oírte, / bata el espacio.
Recordemos con este motivo a los niños de todas las guerras, pues ahora estamos ante una a 3.500 kilómetros, en nuestro continente, en la que los intereses geopolíticos y económicos parecen haber cegado la memoria de dos guerras mundiales atroces, cuyo recuerdo debería bastar para defender la paz y la palabra a toda costa.