El vituperio ha de ser siempre un último recurso y lo más óptimo es escoger bien a nuestros interlocutores. Nada aporta la conversación, ni la relación, que finaliza en un «¡puta!»
Es triste que las antiguas y nobles artes se vayan perdiendo porque ni a nuestros jóvenes les da por practicarlas, ni a nosotros por enseñárselas. Lo digo porque, sentado en la terraza del café Dindurra, mientras escribo estas letras, he presenciado una discusión entre un par de mozas, concluida con un «¡puta!» y un «¿puta yo? ¡Puta tú!» a voz en grito, que ha asustado hasta a las desvergonzadas gaviotas que rapiñan, al menor descuido, las consumiciones de los clientes. Una vez, fui testigo de cómo uno de estos pájaros le robaba el croissant a una señora que apartó un instante la vista para leer un mensaje que le había entrado al móvil. La gaviota, sin pudor ni decoro, sin mostrar el más mínimo respeto por el derecho natural a la propiedad privada, se zampó su desayuno a medio metro de la sobrecogida señora a la vez que movía las alas con sorna evidente.
Vociferar «¡puta!» no es insultar sino graznar. Dos personas que sí dominaban el arte del insulto fueron los gallegos Ramón del Valle-Inclán y Julio Camba. Ambos escritores rivalizaron por un puesto de embajador en París. Camba, para deslucir los méritos de su oponente, espetó que Valle-Inclán era tan inepto para el cargo que ni sabía cómo pedir una trucha en francés. Al oír don Ramón las afiladas palabras de Camba respondió que, efectivamente, no tenía la menor idea, pero que el impedimento tenían fácil solución: la República debía nombrarlo a él embajador y a Camba, cocinero. Así Camba podría ir todos los días al mercado parisino y hacer buen uso de su talento para comprar truchas y cocinárselas al embajador.
Para el improperio, más provecho hubieran encontrado estas dos mozas en Schopenhauer que en Rosalía. El alemán escribió un utilísimo manual para injuriadores amateur bajo el título El arte de insultar. En él se puede consultar un amplio catálogo de escarnios, descalificaciones, invectivas, mofas, denuestos, críticas, reprobaciones, ironías, censuras y sarcasmos que van mucho más allá del tan manido «¡puta!». Schopenhauer aconseja que, siempre que se pueda, se argumente, pero que cuando nos topemos con aquel imbécil que no ceja en su empeño de repetir sandeces, lo mejor es pasar, sin remordimiento, al insulto, pero haciendo siempre uso del humor, el ingenio y la inteligencia. Y, para que este sea eficaz, se debe procurar que sea agudo, lúcido, certero y preciso; y buscar como objetivo desconcertar a nuestro oponente sin caer en la ordinariez. Todo ello hará del insulto un arte del que Schopenhauer dio buena muestra de virtuosismo, como muestra la anécdota de la extraña ceremonia que llevaba a cabo cuando comía en el restaurante de un hotel llamado Englischer Hof: al comenzar la comida ponía una moneda de oro sobre la mesa y, al acabar, se la volvía a meter en el bolsillo. Un día, uno de los camareros le preguntó por el significado de aquel rito. Schopenhauer respondió que era una apuesta: se la jugaba a darla como limosna a los pobres el día en que los oficiales ingleses que comían allí hablaran de algo que no fuera caballos o mujeres.
Aún así, nos advierte este experto que el vituperio ha de ser siempre un último recurso y que lo más optimo es escoger bien a nuestros interlocutores. Nada aporta la conversación, ni la relación, que finaliza en un «¡puta!».