«Nunca estuve en Nueva York, pero puedo asegurar que aquellos vestuarios en La Arena de los años 70 olían igual que los gimnasios del Bronx en los que Jake La Motta entrenaba para llegar a campeón de los pesos medios»
Por Juan Arribas, entrenador nacional de balonmano

Cada loco con su tema. A mí me encantan los pabellones, canchas, polideportivos o como lo queramos llamar. Especialmente me gustan por la mañana a primera hora, cuando llegas y está vacío, en silencio y con una especie de neblina de expectativa de lo que va a pasar.
No quiero hacer un ejercicio de historiador, no creo que el asunto sea tan importante, sino de recuerdo, de memoria de aquellas cosas, de aquellas historias y de esos fantasmas, como en los castillos escoceses, que siguen habitando las canchas en las que hemos vivido, hemos jugado, hemos visto cosas que siempre recordaremos.
Los lugares de una ciudad se llaman como la gente los llama, y el pabellón de La Arena, siempre fue ‘El Pabellón’. Mi padre siempre decía «Voy al Pabellón», y ya está, no había duda. En él entrenó dos décadas al Real Sporting de Gijón en su sección de balonmano: yo prácticamente eche los dientes corriendo por sus gradas, vestuarios y rincones.
Nunca estuve en Nueva York, pero puedo asegurar que aquellos vestuarios en La Arena de los años 70 olían igual que los gimnasios del Bronx en los que Jake La Motta entrenaba para llegar a campeón de los pesos medios. Tenía algo de esas películas, la hermandad entre todos los que allí convivían todos los días. Voleibol, boxeo, baloncesto, balonmano, lucha, compartían sangre, sudor y lágrimas. Alguna vez me dejaban correr o entrenar, y luego ducharme como los mayores. Olía a humedad antigua. Ya ningún polideportivo huele así, pero la sensación con la que quedabas era increíble.
En las ciudades no reparamos en rincones habituales para nosotros, pero asombrosos para los que nos visitan. Es un ejercicio muy divertido ver las caras de los equipos visitantes cuando buscan el pabellón de la arena y sólo ven un bloque de edificios. No existe en toda España otro pabellón integrado en una calle de esa forma. En un barrio lleno de vida, de ambiente, bares, restaurantes, inolvidable aquel antiguo Lucense y su queso de teta. Pues en el interior de una manzana encuentran una de las canchas más bonitas que existen. Lo último que se esperan es que entrando por un casi portal aparezca el sitio donde van a jugar.
Cualquier equipo que haya competido en el Pabellón lo echa de menos para siempre. Su sensación de conocer los espacios como en el salón de tu casa, de sentir el público, de acogimiento y de calor… He pasado frío en canchas por toda España, pero no recuerdo nunca que hiciese frio en el Pabellón, y menos un día de partido. Cuando, por necesidades de espacio o exigencias de una liga, hacen que algún equipo se traslade, nunca lo supera.
El pabellón fue construido a mediados de los 60, y su primera competición fue una competición de hockey sobre patines. Eso hacía que, hasta su primera reforma, la cancha fuese cemento de dureza diamantina. Hay que imaginarse cómo era jugar al balonmano con aquel mullido piso sobre el que reposabas cada vez que te tirabas o, peor, te tiraban. También tenía otra característica, que luego se remodeló: una balaustrada (palabra que pocas más veces utilicé), como las de los equipos de hockey sobre hielo, detrás de la cual estaban los banquillos.
En los 70 pasaron muchas cosas en el pabellón: mítines políticos de aquellos tiempos convulsos, Fuerza Nueva y Blas Piñar, La Pasionaria… Toda la emoción de una época de cambio, con algún regalo de los vecinos sobre la cubierta, según sus ideas. Hubo boxeo, lucha libre, un equipo de voleibol femenino, el Longchamps, que jugó la final de la Copa, los Globetrotters cuando eran dibujos animados famosos y, sobre todo, los partidos de balonmano del Sporting los domingos por la mañana, con su post partido en el Lucense.
Posteriormente se remodeló, quitaron aquellos anuncios de KAS que había sobre las porterías, y la cancha se hizo más humana y más mullida. Empezaron a llegar los primeros americanos al Gijón Baloncesto. Larry Moffet fue el primero. Vivíamos el día a día de las cosas en directo y perduraban las sensaciones; no como ahora, que ya me olvidé de a quién ficho el Sporting el año pasado. Los míticos coach Figueroa o Ed Johnson compartían momentos con la fauna del pabellón. Y muchos murieron de éxito. Para un equipo subir era irse al Palacio, lo más parecido a un destierro en Siberia. Vimos partidos internacionales, campeonatos de España retransmitidos por TLG, subir a primera femenina al Deportivo Gijón Balonmano y, luego, al Juanfersa a ASOBAL, con un llenazo memorable y la colaboración espontánea de los ultras del Sporting.
Por en medio de todo esto jugamos, dirigimos y vimos partidos, con victorias, derrotas, alegrías y fracasos, pero pocas sensaciones mejores sigo teniendo que la de ir a mi casa, sentarme en la grada y ver un partido como en los aviones, sin cobertura y sin bocina para final del partido, no vaya a protestar la famosa vecina.