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El Sporting: primeras botas y balones

Frichu Yustas por Frichu Yustas
30/06/24
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«Las primeras botas específicas para el nuevo deporte del conjunto gijonés se encargan a un zapatero que estaba situado en la plazuela de San Miguel»

Alineación del Sporting tras un entrenamiento en el año 1912. / miGijón.

Sabido por todo aficionado es que, en origen, al fútbol se jugaba con botas de calle, pero, una vez fundado el club se decide que, además de las camisetas, hay que adquirir un calzado específico para su práctica, tal y como ya usaban en el Reino Unido y en otras partes de Europa. Así que las primeras botas específicas para el nuevo deporte del conjunto gijonés se encargan a un zapatero que estaba situado en la plazuela de San Miguel. En un primer momento se contactó con el empresario Cesáreo Aramburu, propietario de la fábrica mecánica de zapatillas El Sol que estaba situada en la calle Covadonga. Éste, visto las necesidades tan particulares de los jóvenes deportistas, nada pudo hacer por ellos.

Era un trabajo propio de un artesano y no de una fábrica de zapatillas de fieltro, y les recomendó que fueran directamente a un zapatero ‘remendón’. Allí, en un pequeño taller de la plazuela de San Miguel regentado por Saturno, que además de zapatero era músico en la banda municipal local, les fabricaron un par a medida para cada uno de los futbolistas del equipo. Eran unas botas de cuero que cubrían los tobillos y en cuya suela llevaban adheridos unos tacos, redondeados para evitar causar daños a los rivales o compañeros, que servían para agarrarse mejor a la hierba o al barro. Su precio fue de diez pesetas por par. Saturno también les hizo un balón ‘reglamentario’ de badana y con las medidas estándar que usaban en otros países europeos, que pasaría a ser el primer objeto propiedad del club y que mejoraba, en mucho, las pelotas que habían prestado al equipo alguno de los fundadores. Y con los primeros bienes llegaron las primeras responsabilidades, tanto el cuidado y el engrasado de las botas como de la custodia del balón era cuestión de Loyola Pineda.

El propio Saturno, el zapatero de la Plazuela, les vendía a dos céntimos cada parche que precisaban cuando el balón pinchaba. En esos inicios tan precarios, la encargada de coser los parches a la pelota del equipo era la madre de un amigo de los primeros jugadores del club, el ciclista Marceliano de la Cuesta. Y es que, al menos en según qué épocas y circunstancias, tener un balón no es poca cosa y si no que se lo digan a los vecinos de Ashbourne donde, al menos desde 1.683, se celebra el partido de fútbol más largo del mundo. En todos los sentidos. Allí, durante el segundo martes y miércoles de febrero, juegan un partido en un terreno de juego de cuatro kilómetros de largo. Los equipos que se enfrentan son los de un lado y otro del margen del río Hennore que pasa por mitad del pueblo, dividiendo a la población durante esos dos días en dos bandos irreconciliables: los Up’ards y los Down’ards. Las reglas son sencillas, no conviene retener la pelota y está prohibido -para tranquilidad de los participantes y según aparece en el reglamento del encuentro que data del siglo XVII- matar a un contrincante para quitarle el balón. Todo lo demás está permitido.

Cada uno de los equipos tiene que conseguir llegar a la meta rival y golpear tres veces con la pelota el poste que la señaliza. ¿El premio para el vencedor? Quedarse con el balón hasta la siguiente edición y mirar por encima del hombro a su rival durante el mismo periodo de tiempo.

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