«No estaba bien vista la exhibición carnal pasiva tal como tiempo después ocurrió, y con toda seguridad sería muy difícil imaginar entonces que en esa misma bahía se iba a naturalizar hasta tal punto el desinhibido muestrario de los cuerpos»
Si se observan las fotografías que se conocen de la playa de San Lorenzo en los años treinta, se advertirá que no era tomar el sol una práctica al uso entre quienes acudían a la anchurosa bahía. En los días de mayor concurrencia pública, fotógrafos como el propio Constantino Suárez, autor de la instantánea que motiva este artículo, nos dejaron el testimonio de unas gentes, pertenecientes a la generación de nuestros padres y abuelos, en cuyas mentalidades no cabía hacer uso del aire marinero a toda piel, tal cual se empezó a estilar cuando el turismo quebró la moral pacata de la dictadura nacional-católica.
En esas fotografías podemos advertir que las familias permanecen vestidas de pies a cabeza, ya sea paseando en grupo o sentados en animada tertulia. Solo a la hora de baño se requería despojarse del vestuario de calle para refrescarse entre las olas. No estaba bien vista la exhibición carnal pasiva tal como tiempo después ocurrió, y con toda seguridad sería muy difícil imaginar entonces que en esa misma bahía se iba a naturalizar hasta tal punto el desinhibido muestrario de los cuerpos.
«El testimonio de unas gentes, pertenecientes a la generación de nuestros padres y abuelos, en cuyas mentalidades no cabía hacer uso del aire marinero a toda piel, tal cual se empezó a estilar cuando el turismo quebró la moral pacata de la dictadura nacional-católica»
Teniendo en cuenta tales circunstancias, es por eso más llamativa la instantánea que nos ofrece el punto de mira de la cámara de Suárez, que data del verano de 1936, sin especificar fecha. A ese estío se le llamó con toda propiedad en los libros de historia Verano sangriento, a raíz sobre todo de la crudelísima avanzada de las tropas sublevadas desde el sur del país hacia Extremadura, aquella Columna de la muerte al mando de la cual iba el coronel Yagüe.
La fotografía de los bañistas tomando el sol no tiene la luz que cabe suponer en un día despejado de canícula, por lo que quizá su autor no estuvo muy satisfecho al observar la veladura que la ensombrece, dotándola de una extraña atmósfera, casi irreal. Está tomada muy cerca de lo que quizá ya por entonces pudo haberse llamado El Tostadero, un lugar discreto, alejado por esos años del centro urbano -según se observa por el fondo de la imagen- y a resguardo de la brisa y los curiosos.
De la imagen llama la atención la utilización del muro como perchero improvisado en el que los concurrentes han colgado sus ropas. Se trata de una fotografía totalmente singular en aquellos tiempo tan reacio a mostrar el cuerpo. Quizá Constantino Suárez quiso captar esa instantánea precisamente por su excepcionalidad, consciente acaso de que la naturalidad de la circunstancia quizá pudiera llegar a ser costumbre habitual en el futuro, tal como el mismo fotógrafo pudo comprobar pasados los años.
«Cuesta admitir esa lúdica predisposición al disfrute del sol mientras se producía el cañoneo incesante del crucero Almirante Cervera sobre la ciudad»
No cabe imaginar que la fotografía esté fechada una vez iniciada la guerra, pues cuesta admitir esa lúdica predisposición al disfrute del sol mientras se producía el cañoneo incesante del crucero Almirante Cervera sobre la ciudad. Hay que pensar, por lo tanto, en unas fechas previas a la sublevación militar del 18 de julio, un día que, por ser sábado, quiso festejar mi padre con quien me dio la vida. En esa fecha estrenó su primer traje de lino blanco y bailó también por primera vez con su novia en el Parque Japonés, que luego se llamaría Gijonés durante la dictadura.
A los pocos días de aquel abrazo musical, el ferroviario Félix Población Díaz colgó su flamante traje de lino en una percha del armario y se fue al frente. “Tristes guerras si no es amor la empresa”, escribió Miguel Hernández. Aquella maldita guerra, la victoria del 1 de abril de 1939 y su destierro lejos de Asturias lo separaron de su compañera de baile durante nueve años de su juventud rota. A pesar de todo, nadie ni nada le quitó nunca aquella sonrisa que me dejó colgada para siempre en el almario de la memoria: «Y yo pensaba que la calidad moral de los hombres puede medirse, con relación a su edad, por la mayor o menor cantidad de años que se quitan de encima cuando sonríen». (Antonio Machado).