Cristina Macía y Eduardo Infante -colaborador de miGijón- explican a cuatro manos y en 304 páginas una visión diferente de la humanidad a través de sus pensadores y del estómago
El estómago de la humanidad nos marca como especie, indisoluble de la evolución de la sociedad. Tan propio del ser humano es el pensamiento crítico como su alimentación, y lo que de ella se ha desarrollado. Ningún otro animal ha convertido una necesidad fisiológica en fuente de inspiración, en historia viva de su pueblo o en base filosófica. Y, lo que es más importante, en un acto social.
Eso es lo que nos cuentan Cristina Macía y Eduardo Infante, colaborador de este periódico, en su Gastrosofía (Rosamerón Editorial). A través de sus páginas nos transportan, de manos de filósofos y personajes claves en la historia universal, a la comprensión de lo que somos, de la humanidad. Conceptos como la amistad, incluso, serían indisolubles de la buena mesa. Aristóteles, así lo cuenta el libro, afirmaba que sólo se puede mantener la amistad hasta que se haya ‘consumido juntos la sal’. El griego, incluso, tenía una medida, una cantidad de sal mínima para considerar a alguien amigo suyo. Ésta varía según las traducciones, claro está, pero se sitúa, aproximadamente, en 5 litros de sal.
También, como especie, la trampa es nuestra marca de identidad. Y si lo mezclamos con comida conseguimos un combo perfecto, una auténtica definición del ser humano. Los monjes benedictinos agudizaron el ingenio en la Edad Media, demostrando que catolicismo y obediencia no son enemigos de la pillería. “Durante la Cuaresma no podían comer carne”, comenta Infante, “pero en la bula lo que se decía es sólo se podían comer cosas pescadas”. Los monjes, sin romper las ordenes papales, arrojaban al río a un cerdo desde una orilla, mientras en la otra esperaba un hermano a pescarlo. La historia del cerdo transmutado, en cómo se convierte una cabeza de ganado en un pescado, demuestra cómo el estómago es capaz de convertirse en cerebro, y de cómo es capaz la gula de definirnos como especie.
Entre risas y anécdotas, las que promete Gastrosofía, Macías e Infante recorren nuestra historia, nuestras incontables contradicciones. De Kant, que según Infante “era un hombre muy humano en su manera de comer y beber”, siempre fue considerado una persona con un gran autocontrol, una gran disciplina. Pero su perdición se encontraba en la boca de su estómago. El queso, como condena de un hombre con voluntad de hierro, fue su gran perdición. Cuentan los autores que un día “compró un queso holandés enorme” y fue incapaz de dejar de comer. El resultado fue una indigestión salvaje. El filósofo, arrepentido pero consciente de su debilidad, le pidió a su mayordomo que guardara bajo llave el queso y se lo fuera dando poco a poco.
Gastrosofía fue presentado ayer en la Librería Central de Gijón, en un encuentro moderado por el periodista Víctor Guillot, y ya está disponible. Una obra divertida que nos ayudará a comprendernos un poco mejor. Y, por si fuera poco, Macías e Infante incluyen las recetas para que, por una vez, podamos sentirnos como Aristóteles, Descartes o Kant. Bon appétit.