«Durante el confinamiento, agotamos las reservas de papel higiénico y la harina. ¿No hemos aprendido nada? ¿Qué nos pasa para repetir una y otra vez estas actuaciones más propias de un estado de enajenación mental que de una auténtica necesidad alimentaria?»
Hambre: Gana y necesidad de comer. Escasez de alimentos básicos, que causa carestía y miseria generalizada.
Gula: Exceso en la comida o bebida, y apetito desordenado de comer y beber.
Quede claro que no está en mi afán, ni se me ocurriría, dar lecciones de moralidad a nadie o convencer a alguien de cómo debe comportarse. Pero visto lo que estamos viviendo y después de comprobar una vez más que lo absurdo es un comportamiento inherente a la condición humana, no me resisto a que mi paseo derive esta semana hacia una llamada de atención a la cordura, a la mesura y a la sensatez. Casi un grito, más que una llamada.
Nunca fui de hacer pedidos semanales o mensuales en las tiendas de alimentación y admito que no me desagrada circular por los pasillos de los supermercados, algo que desde que soy padre hago con más asiduidad -también con más atención por aquello de los precios-. El caso es que en los últimos días he comprobado como un miedo infundado a quedarse sin productos básicos ha derivado en prácticas y comportamientos que para un extraterrestre le daría a entender que realmente la guerra de Ucrania es mundial.
“Nosotros recibimos mercancía, pero el que antes se llevaba dos tomates, ahora compra uno o dos kilos. El que antes venía a comprar dos o tres veces por semana, ahora lo hace a diario”. La explicación del encargado de un supermercado del centro de Avilés dibuja parte del paisaje que desde hace algo más de diez días encontramos en lo estantes y mostradores. Es cierto que la huelga del transporte tiene una incidencia cada vez mayor sobre el abastecimiento, pero de ahí a que las compras se hayan incremento más de un veinte por ciento no puedo entenderlo.
Durante el confinamiento, agotamos las reservas de papel higiénico y la harina. Ahora, el aceite de girasol fue la primera víctima de un ansia acumuladora de esta sociedad nuestra que con estos comportamientos son lo dejan claro que acaparar sin motivo solo denota una actitud egoísta que solo redunda en perjuicio de todos. ¿No hemos aprendido nada? ¿Qué nos pasa para repetir una y otra vez estas actuaciones más propias de un estado de enajenación mental que de una auténtica necesidad alimentaria? ¿De verdad tenemos miedo de pasar hambre?
Mis padres, como otros muchos, vivieron y sufrieron la Guerra Civil y, lo peor, la posguerra. Contaba mi padre, que en su casa comer un bocadillo de natas era un gran acontecimiento y que un huevo entre siete era todo un acontecimiento difícilmente repetible más de dos veces al año. Recogía papeles para poder llevarse algo a la boca. Me acuerdo hoy de su historia de la misma manera que un nieto se acordaba de su abuelo hace unos días en una carta remitida a un periódico nacional. En su recuerdo, afirmaba que su abuelo diferenciaba entre hambre y apetito y que se enfadaba cuando llegada la hora comer si alguien le preguntaba si ya tenía hambre.
Mi padre, como otros muchos, pasó realmente hambre y necesidad. Y en la ciudad ucraniana de Mariupol, no tienen comida, ni agua, ni nada. Manos Unida cifra en cerca de 800 millones las personas que pasan hambre en el mundo y podemos asegurar que, salvo error u omisión, ninguna de ellas se encuentra en nuestro entorno y su necesidad no es fruto de una huelga de transporte.
Así que, por favor, moderemos este apetito feroz que nos invade y que realmente nada tiene que ver con la necesidad de comer y sí mucho con un apetito desordenado. Y eso se llama gula, uno de los pecados capitales. Como señalaba el acertado columnista que citaba con anterioridad: “modérense y dejen algo para el juicio final”.