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Llocas

Eduardo Infante por Eduardo Infante
9 de mayo de 2022
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«En cierta ocasión, un compañero de un pueblo de la Cuenca Minera, me contaba que, cuando era joven, si descubrían a unos homosexuales amando, los mozos del pueblo les daban una paliza«


La Lloca es uno de mis lugares favoritos de Gijón. Como muchos de mis vecinos, he convertido en rutina caminar hacia esa imponente escultura, cuatro metros de bronce que materializan ese sentimiento que los portugueses llaman saudade. Cuando me encuentro a sus pies pienso en qué es lo que se rompe en el interior de una madre al ver diluirse en el horizonte la imagen del barco en el que emigran los hijos que, quizás, nunca más vuelva a ver. Esta tierra está hecha por madres resilientes, capaces de tirar para adelante a pesar de los desgarros en el alma, que merecen esculturas como la del Rinconín y por eso, los gijoneses sentimos que la Lloca es un símbolo de nuestra ciudad y de nuestra historia. 

Pero no siempre fue así. Cuando la obra se inauguró las críticas fueron demoledoras. La Nueva España, titulaba su edición del 10 de septiembre de 1970 «Un monumento que no gusta» y, ese mismo mes, en una viñeta de El Comercio la propia escultura, ante las continuas y feroces críticas, decía:  «¡Me paez que la que va a tener que emigrar voy a ser yo!». Y no era de extrañar, ya que de ella se decía que “ese mamarracho no puede representar un sagrado símbolo como son las madres de nuestros emigrantes a América”. 

La Lloca no era una escultura “normal”, rompía todos los cánones estéticos de la época. La gente esperaba otra cosa: una imagen costumbrista de una madre asturiana de las de toda la vida, con falda larga fruncida, tocado de pañuelo, toquilla y madreñes. Pero Ramón Muriedas Mazorra, el artista, no quiso guiarse por los patrones estéticos del neoclasicismo y apostó, como diría Ortega y Gasset, por estar a la altura de los tiempos. Y como al ser humano no le gusta que le cuestionen sus esquemas mentales, la violencia no se hizo esperar. En 1976, una carga explosiva dañó el pedestal y sus pies. La inclinó pero no la tumbó; la hirió pero no la venció. Prueba de ello es que hoy, la Lloca ha pasado de ser un mamarracho a convertirse en un símbolo de nuestro pueblo. 

La historia de la Lloca nos demuestra que los juicios estéticos cambian, que lo que antes nos parecía horrible, ahora no solo nos gusta sino que nos identifica. Con los juicios morales ocurre tres cuartos de lo mismo. Los que antaño quemaban a brujas o esclavizaban personas no solo pensaban que aquello era “lo normal”, sino además, lo correcto. En cierta ocasión, un compañero de un pueblo de la Cuenca Minera, me contaba que, cuando era joven, si descubrían a unos homosexuales amando, los mozos del pueblo les daban una paliza. La gente que observaba lo que estaba ocurriendo llamaba a la Guardia Civil, y cuando esta se personaba, a quien se llevaban detenido era a los amantes. Mi compañero, reflexionaba que, por aquel entonces, creía estar haciendo lo correcto y que le llevó tiempo entender el tremendo error moral al que le llevó no cuestionarse “lo normal”. 

La manera de ser de los humanos va cambiando continuamente a lo largo de la historia. Mientras el resto de animales tienen una manera de vivir siempre idéntica, los humanos vamos alterando nuestra forma de vida. Las serpientes mudan la piel, los humanos nuestra propia humanidad. Los hombres y mujeres de hoy poco tienen que ver con los de épocas pasadas. Nada es  “normal” en la manera en que vivimos y nos relacionamos. El pensador francés Michael Foucault investigó que significan los conceptos de “normal” y “anormal” que usamos para catalogar las conductas humanas. Tras estudiar el funcionamiento de las cárceles, las escuelas y los psiquiátricos, llegó a la conclusión de que es el poder el que decide que es lo delictivo, lo erróneo y lo enfermo. A través de la educación y la cultura se nos adiestra para que consideremos “normales” ciertos comportamientos hasta que terminamos aceptándolos  sin cuestionarlos, como si fuera algo natural. Así, toda conducta que se desvíe de la norma que nos han enseñado es considerada como una perversión.  Hemos sido educados para pensar que desde que el hombre es hombre siempre se ha comportado de una determinada manera, la que le interesa al poder, y que toda diferencia es pecado, enfermedad, inmoralidad, delito o delirio. 

Mi compañero fue capaz de poner en duda “lo normal” y de contribuir con ello a una sociedad mejor. A aquellos que hoy percipen la transexualidad como una aberración, a aquellos que no la entienden ni la quieren entender, a aquellos que confunden los conceptos se sexo y de género, les invitaría a contemplar la Lloca, recordar su historia que es nuestra historia y reflexionar sobre el hecho de que un principio ético básico es no incrementar el dolor y el  sufrimiento en el mundo. 

eduardo infante arbol de la sidra

Eduardo Infante
Filósofo, escritor y profesor en Gijón

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