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Medea

Eduardo Infante por Eduardo Infante
10/11/22
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«Los vecinos de Gijón podemos ser mejores y entender la sabiduría que encierran las palabras de Marco Aurelio: no hay mayor venganza que no parecerse a quién nos hizo daño»

Jasón y Medea. John William Waterhouse. Óleo sobre lienzo. 1907

En Gijón, una madre mató a su hija. En el 431 a. C., sobre el escenario de un teatro griego, Medea consumaba el mismo crimen. El personaje de Eurípides es repudiado por Jasón, su marido, y expulsado de la ciudad por Creonte, su rey. La lujuria y el ansia de poder hacen que Jasón la abandone para casarse con la princesa de Corinto, que rompa su promesa y, con ello, el corazón de Medea. Utilizada, humillada y repudiada, Medea se abandona al resentimiento y la sed de venganza. La traición desatará una ira que solo se aplacará infringiéndole a Jasón un dolor aún más profundo y una herida más letal.

¿Por qué Medea no se conforma con matar a Jasón? Porque su deseo es devolverle un daño insoportable y sin fin. La furia que se agita en las cloacas de su alma necesita a Jasón vivo para que sufra su mismo dolor insoportable. La ira solo podrá calmarse con el sacrificio de sus hijos. Si existe un amor sin límites e incondicional también existe un odio sin límites e implacable que transforma a la víctima en verdugo y al verdugo en víctima.

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Medea es una tragedia sobre la razón dominada por la pasión de la ira. Aquello que llamamos «ser humano» es tan solo el engañoso caparazón que alberga tres seres distintos, independientes y en eterno conflicto. El primero es el ser racional, «el hombre en el hombre», el regente, la inteligencia que se conduce según un objetivo previamente fijado por su capacidad para la reflexión. El segundo es el león, el ser temperamental que alberga sentimientos como la ira, el pudor, la valentía o el entusiasmo. Y el tercero es un monstruo de múltiples cabezas, ser de instintos y pulsiones, hidra de deseos con la virtud de duplicarlos cada vez que uno de ellos es satisfecho. Somos los tres seres a la vez y que estamos condenados a convivir con nosotros mismos como los personajes sartreanos de A puerta cerrada.

El hombre, el león y el monstruo son ciudadanos de pleno derecho de la polis de nuestra alma. Ninguno de ellos puede ser condenado al ostracismo porque es imposible deshacernos de nosotros mismos. Pero lo que sí está en nuestras manos es aspirar al gobierno de lo mejor sobre lo peor de nosotros, ajustar las tres fuerzas del alma para que, cooperando entre sí, el ser humano llegue a hacerse amigo de sí mismo. Lo contrario supone una sublevación que genera un estado de enfermedad.

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Las dolencias del alma vienen a ser una especie de rebelión en la que alguna de las partes inferiores usurpa el poder de una razón débil. Cuando rompe los frenos de las inhibiciones, termina convertido en esclavo de las pulsiones más bajas y abandonado a una fase «pre-humana». Cuando la razón se debilita hasta el punto de que la ira toma el poder, el simio bestial emerge para llevar a cabo las más terribles atrocidades.

La ira implacable y desmedida se desató, en grado máximo, a través de la mano materna que asesinó a la inocente Olivia; pero también, en un grado menor, en las furiosas y salivantes voces que insultaban a la Alcaldesa tras el minuto de silencio en honor de la víctima. Algunos irresponsables azuzan la ira entre nosotros para sacar redito económico o político. Pero los vecinos de Gijón podemos ser mejores y entender la sabiduría que encierran las palabras de Marco Aurelio: no hay mayor venganza que no parecerse a quién nos hizo daño.

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