Hoy me desperté nostálgica. Los primeros rayos de sol entraban por la ventana, cayendo delicadamente sobre la madera blanca de mi escritorio, y entonces recordé aquellos días de verano pre-pandemia, de vuelta en casa para disfrutar de los 3 meses que el calendario universitario me regalaba. No había obligaciones ni nada que se interpusiese por delante de una temporada espléndida en la ciudad que siempre ha sido mi hogar.
A mí, gijonesa de nacimiento, el barrio de Cimavilla me cautivó tan pronto como tuve edad para salir. Su gente, sus bares, sus costumbres y su estilo de vida desenfadado son de un atractivo envidiable para cualquiera que pise por primera vez esta villa marinera. Y no es menos para los de aquí. Unes sidrines en la Cuesta del Cholo o un vermut en el Ruba son todo lo que hace falta para levantar cualquier día en el barrio más antiguo de la ciudad.
Recuerdo un día en concreto. Era julio de 2019 y el sol pegaba como nunca sobre la estatua de Pelayo. En verano —y en cualquier época del año—, suele ser tradición entonar el cuerpo con unos culines. Mi amiga Laura y yo estábamos sentadas en las escaleras del Lavaderu, justo debajo de la antigua tabacalera, cuando de repente avistamos a un grupo de gente acercarse a la terraza de Casa Rober. Uno de ellos parecía liderar el grupo, por lo que asumimos que probablemente se tratase de algún guía que estaba enseñando a los turistas los entresijos de la ciudad. Todos miraban para arriba, hacia una de las ventanas del edificio que está encima de la sidrería. Felices y curiosas, nos acercamos para ver qué era lo que tenía tan encandilada a aquella gente, y fue así como descubrimos la historia de «Rambal».
Cimavilla tiene ese aura mágica y llena de vida que encandila a cualquiera
Después de la emoción que supuso conocer uno de los mitos más famosos del barrio de Cimavilla, decidimos comer en Casa Rober, inspiradas por el misticismo de lo que acabábamos de escuchar. Como era un día de estos en los que todo está a rebosar, nos tocó sentarnos en la terraza de la parte de atrás, en la plaza del Hidalgo. Rodeadas de los árboles que suponen lugar de asentamiento de la vida nocturna del barrio, de primero pedimos una fabadona y de segundo nos metimos un buen cachopo entre pecho y espalda, pa’ que no se diga.
Fartuques hasta el alma, salimos de allí con la intención de dar un paseo por el cerro para bajar la comida. Encontramos un sitio que nos gustó cerca del Elogio del Horizonte y nos tiramos en el prao. Soplaba una brisa fresca, perfecta para aliviar las peores horas de calor de lo que se conoce como un día de playa en Gijón. No lo recuerdo bien, pero estuvimos allí un montón de horas y, con el sonido del mar de fondo, juraría que hasta nos quedamos dormidas.
De la que bajábamos, recorrimos el sinfín de callejones que modelan Cimavilla hasta llegar a la plaza de La Corrada. Conocido por sus famosos bocadillos —que, efectivamente, saben a gloria—, probablemente sea el bar más mítico del barrio. Suele ser el punto de encuentro de la gente joven y es más que habitual acostumbrar a pasar las tardes de verano en su terraza.
Allí pillamos unos bocatas para cenar y nos fuimos a beber al Rub a dub, donde habíamos quedado con el resto de nuestros amigos. Conocido popularmente como «el Ruba», este bar está situado en la plaza del Rosario, en pleno corazón de Cimavilla, y ha conseguido acaparar el foco del ocio diurno y nocturno en el casco antiguo.
No existe restricción capaz de tumbar la alegría del barrio más antiguo de Gijón
Como aquella era una noche muy calurosa, cogimos un par de mesas y pedimos unos cañones para refrescarnos. Era el broche final a un día perfecto. Entre anécdotas, se escuchaba desde la terraza la música funk que estaba sonando dentro del bar. Había un ambiente de jolgorio generalizado, y recuerdo que en un determinado momento entramos a bailar, dispuestas a aguantar lo que el cuerpo nos permitiese. Lo que pasó de ahí en adelante supongo que es historia.
Ahora todo es diferente, pero Cimavilla sigue conservando ese aura mágica y llena de vida que tanto le caracteriza. Hay que llevar mascarilla, echarse gel hidroalcohólico, y mantener la distancia de seguridad. Pero no existe restricción capaz de tumbar la alegría de un barrio cargado de historia y tradición popular que curtió su identidad como puerto pesquero.
Por María Rodríguez Agra