«Hay gerentes de residencias a los que se les llena la boca hablando de ‘nuestros mayores’. Deberían hacer es revisar protocolos, mejorar comportamientos y establecer mecanismos que de verdad favorezcan el último tramo para las personas que nos dieron todo»
“Nuestros mayores”. ¿Cuántas veces hemos escuchado esta expresión para, en un tono amable y condescendiente, referirse al conjunto de la población que ha superado cierta edad? Una expresión que ha sido repetida hasta la saciedad en esta pandemia por parte de políticos, medios de comunicación y también por profesionales.
Un término que enoja a gran parte del movimiento asociativo de personas mayores y también a distintas entidades relacionadas con el envejecimiento y que a mi también me enfada. Me apropio de las palabras de la Antropóloga social, especialista en Envejecimiento y Género y profesora Asociada de la Universidad Complutense de Madrid, Mónica Ramos Toro, para teorizar sobre el rechazo compartido a la susodicha expresión: “En primer lugar, “nuestros mayores” genera la representación social de que son un colectivo o grupo homogéneo, compacto, en el que todas las personas por el hecho de ser “mayores” son iguales. En segundo lugar, decir “nuestros mayores” implica que son de nuestra propiedad. En tercer lugar, “nuestros mayores”, así, en masculino, representa aún menos a las personas que consideramos mayores, ya que lo que más hay son mujeres”.
Y después de teorizar, voy a los hechos. Y esta semana me permito poner como ejemplo una experiencia personal, en la que seguramente se verán concernidas muchas personas con padres, madres, abuelos o abuelas.
Hace un par de semanas visité a mi madre en la residencia donde vive desde hace unos tres años. Con 89 años cumplidos el pasado jueves y una vida llena de vicisitudes, hace tiempo que su cuerpo aguanta más que su ánimo y por ello pasa más tiempo en la cama que en una silla. Ese día estaba postrada y con muy pocas ganas de hablar, sin comer y con apenas un hilo de voz. Hablé con ella durante un rato a pesar de no encontrar respuestas; leí sus últimas notas, que van perdiendo claridad con la misma velocidad que ella pierde fuerza. Después de una hora, la dejé en el mismo duermevela que la encontré.
Antes de irme, hablé con una de las auxiliares quien me apuntó acertadamente la necesidad de forzar la derivación de mi madre al Hospital de Cabueñes, algo que se hizo al día siguiente. Una semana duró su estancia tras detectarle un tromboembolismo pulmonar, una arritmia y una lesión renal. Volvió a la habitación de su residencia el viernes por la noche y el lunes tuvo que volver a Cabueñes para realizar nuevas pruebas.
Todo lo que les he contado hasta ahora podría formar parte de un cuadro sanitario normal. Vale. La anormalidad se produce cuando a una paciente le detectan su dolencia gracias a que una atenta auxiliar avisa a los familiares y éstos alertan a un médico o médica que no considera necesario su traslado a un centro sanitario hasta que se lo piden. Lo que no destila mucha empatía tampoco es que, tras la vuelta a la residencia, se encargue una prueba al día siguiente y que no exista una disponibilidad de transporte que no sea particular para una persona cuya movilidad está bajo mínimos.
Sé de sobra que mi queja está cargada de la subjetividad que supone hablar de la madre de uno mismo, pero como les dije más arriba, relato el caso como ejemplo de que a muchos de esos gestores, políticos, gerentes de residencias a los que se les llena la boca hablando de “nuestros mayores”, lo primero que deberían hacer es revisar protocolos, mejorar comportamientos y establecer mecanismos que de verdad favorezcan el último tramo del camino para personas que nos dieron todo. Mientras tanto, ellos y ellas son nuestros mayores, no los vuestros.