«Si cada domingo no celebrásemos el santo rito del fútbol, es posible que, dada la situación de pandemia, inflación, pérdida de poder adquisitivo, corrupción, guerra, etc., más de uno degollase el lunes a su jefe. No sé, quizás no sea tan malo que los futbolistas se hostien por nosotros»
Pitágoras decía que los hombres nos comportamos en la vida con diferentes propósitos, tal y como ocurre en un estadio deportivo. Algunos acuden a la competición para hacer un buen negocio, de esto bien pueden hablarnos Gerard Piqué y el presidente de la Federación de Fútbol. A otros, en cambio, los mueve la búsqueda de fama y honores por medio de la exhibición de la fortaleza de sus cuerpos. Otros buscan disfrutar del espectáculo, otros hacer relaciones sociales, otros olvidarse durante algunas horas de sus problemas, otros revitalizar el vínculo emocional con un grupo de pertenencia, etc.
Análogamente en la vida hombres muy diversos en sus fines se congregan en un mismo lugar: unos son presa de ansias de riquezas y bienes superfluos; otros, del deseo de dominio y mando, y son poseídos por el amor a la victoria y por la ambición desesperada. Pero existe una clase extraña de hombres, rara me atrevería a decir, cuya actitud ante la vida es bien distinta: acuden simplemente a contemplar lo que los hombres hacen y lo que allí tiene lugar. Estos son, según Pitágoras, los más libres de todas las especies de seres humanos ya que no degradan su existencia a un mero medio con el que obtener bienes superfluos como el dinero, poder o fama, y, son aquellos a los que les corresponde el nombre de “filósofos”.
En cierta ocasión unos periodistas deportivos llevaron a un filósofo a contemplar un partido de fútbol. Era el 22 de junio del año 1997, el filósofo era Gustavo Bueno y el partido era el derbi que enfrentó al Real Oviedo y el Sporting de Gijón. El pasado 16 de abril de este presente 2022, los dos equipos se volvieron a enfrentar y, como Don Gustavo ya no está en condiciones de contemplar nada más, y nada menos, que el rostro de Dios, me invitaron a mí. Cómo terminó el partido lo sabemos todos: los futbolistas se liaron a manporrazos delante de todo el mundo y, parece ser, que prosiguieron la tangana en el vestuario.
El sentimiento generalizado ante la violencia de las imágenes fue de profunda decepción. En rigor, toda decepción proviene de una ilusión que, al chocar con un trozo de realidad, se hace pedazos. Las ilusiones no son gratas porque nos ahorran sentimientos desagradables, y por ello, tendemos a vivir en ellas, y de ellas. Pero ¿cuál era la ilusión que este derbi de realidad nos ha roto? Quizás la de que somos ciudadanos benevolentes, pacíficos y altruistas que han sido capaces de exterminar sus instintos más primitivos y brutales.
Cuando Albert Einstein le preguntó a Sigmund Freud por el por qué de la guerra, éste le respondió que el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que está dotado de una buena cuota de agresividad, de una pulsión natural a la violencia. En consecuencia el prójimo no es solamente alguien a quien amar, ayudar, o construir algo juntos sino también la tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infringirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. Vamos, que lo que pasó el otro día en el estadio del Sporting fue lo que tenía que pasar dada la situación de contención de la agresividad que llevamos viviendo estos últimos años.
El fútbol tiene la función social de sublimar nuestras pulsiones violentas desviándolas hacia fines que nos permitan la convivencia; descargándolas en el juego, éstas se vuelven inofensivas y permiten con ello la civilización. Si cada domingo no celebrásemos el santo rito del fútbol, es posible que, dada la situación de pandemia, inflación, pérdida de poder adquisitivo, corrupción, guerra, etc., más de uno degollase el lunes a su jefe. No sé, quizás no sea tan malo que los futbolistas se hostien por nosotros.