El cielo colgado del tendal, la pajarita de papel que sueña con ser una oca, la luna en el desván y el caballero que pisa la sombra del absurdo mientras se fuma una pipa. La pipa es el arma con la que el intelectual dispara ráfagas de vida. La pipa de Hulot/Tati es la impersonalidad del hombre feliz que vuelve del revés la vida como un calcetín. Me gusta pensar que Rodolfo Pico fue un pensamiento en imágenes, un flanneur que capturaba colores y geometrías como quien sale a buscar mariposas. Practicaba un pop lírico ordenado y sereno, alegre y divertido, un tanto surrealista y capaz de subvertir el mundo con la misma eficacia que un Magritte.
Hablamos del pintor Rodolfo Pico porque la galería Cornión, Merced 45, recuerda su trayectoria exponiendo algunos de los 500 cuadros que aún conserva la familia hasta mediados de marzo. Se cumplen cuatro años de su muerte y es difícil no acordarse de Rodolfo en el café Alambique o tomando con su amigo Pelayo Ortega en el Cambridge. A veces, entre artículo y artículo, uno se acercaba a su estudio, que ya era últimamente su casa, tomada por aquellos colores, lienzos y cartones donde ensayaba aquellas paradojas de hombre bueno y astuto que sólo encontraba hallazgos en la vida cotidiana. Había en Pico esa voluntad del poeta de otorgar a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido.
Los maestros del diseño, el cartelismo, el pop, la poesía virtual y el arte objetual le deben mucho a Magritte. En España hay tres pintores que siguieron su senda: Úrculo, Arrollo y, sobre todo, Pico. Úrculo explotaba la épica negra del cine, abusando del sombrero y la gabardina en todos sus cuadros. Eduardo Arroyo tenía ademanes de Goya y en el fondo era un boxeador que pintaba con la vocación de un expresionista. Quizá porque procedía del periodismo, se le adivinaba hasta la hora en que pintaba un cuadro. En cambio, el más lírico, el más poeta de todos ellos ha sido, sin duda alguna, Rodolfo. Su pintura era cerebral y reflexiva y, al igual que el pintor belga, jugaba a introducir lentamente el terror o la alegría en las habitaciones tranquilas o en los domingos vespertinos del bosque, de modo que nunca sabemos si el tema del cuadro estaba dentro o fuera. Rodolfo pintaba la locura naif de la realidad. Tenía como Kiker, el talento para convertir en juego cualquier cosa, y como Pelayo, en nostalgia cualquier idea. En los tres hay convocado cierto espíritu ramoniano, el arte como greguería pura, un juego entre artista y espectador que transforma la realidad en otra cosa.
Rodolfo se sabía un escéptico. Como todo escéptico, antes había sido un romántico al que le habían destrozado el corazón y por ese motivo era capaz de llevar su pintura hasta las últimas consecuencias a través de la paradoja y el color. Decíamos antes que le gusta desacreditar la realidad. Habría que añadir que con su pintura trae consigo una realidad de gato bardo, a través de cuyos ojos se refleja la vida de otra forma. Pico sabía alterar un factor mínimo de nuestra rutina, con lo que todo el conjunto simétrico, toda esa geometría se desnivela y nos da otra cosa. De esta manera, adquirimos un nuevo significado capaz de estremecer nuestra conciencia de clase media, la que anhela un equilibro acechado siempre por los peligros del sinsentido, la bartorela o el suicidio de los ángeles.
Víctor Guillot es periodista y colaborador de miGijón