Los fieles residentes en Gijón inician su mes de ayuno, que se prolongará hasta el 9 de abril como una oportunidad colectiva para «hacer el bien, y vivir en paz y comunidad entre uno mismo y los demás»
Oculto por el tupido manto de nubes y por las cortinas de lluvia que se adueñaron del cielo dominical de Gijón, el sol se escondió ayer siete minutos antes de las siete y media, cediendo terreno a la luna. Y, con la salida de ésta, comenzó para la comunidad musulmana presente en la ciudad el que es, quizá, el periodo más importante del año: el mes del Ramadán, noveno del calendario islámico, y que, hasta el anochecer del próximo 9 de abril, ha convertido el ayuno voluntario en la norma cotidiana de quienes lo practican, entre el alba y la puesta de sol de cada día. Y no es, en absoluto, la respuesta a un capricho cultural; para los fieles, estos treinta días son su ocasión anual de cumplir con uno de los cinco pilares obligatorios del Islam, junto con la propia fe, la oración, la entrega de limosna y la peregrinación a La Meca, como también la oportunidad de expiar sus pecados, solidarizarse con sus iguales y tratar de alcanzar la virtud, tanto en lo espiritual y personal, como en lo colectivo y social.
Para comprender la trascendencia del Ramadán en Gijón es imprescindible conocer antes la situación de su comunidad musulmana, y la influencia de la religión en ella. Y, para ello, la voz más autorizada es la del argelino Rabia Gaya, al frente del Centro Cultural Musulmán de Asturias desde 2003. Su experiencia cifra en medio millar, aproximadamente, el número de practicantes activos, un 25% de los cuales son menores de 18 años, y con un grado de integración global que ralla el 75%. «Hay cosas que aún hacen de barrera, como el no poder tomar alcohol o gochu, no quitarnos la ropa en la playa… Pero desde que llegué a España, en 1994, hasta ahora, la situación ha mejorado muchísimo», acota Gaya. En cuanto a los orígenes, razones de proximidad geográfica y de herencia histórica hacen comprensible que el de los marroquíes sea el grupúsculo más numeroso, seguido por senegaleses, argelinos y, en cuarta posición, egipcios. La realidad de este último colectivo es sensiblemente distinta a la de los tres anteriores; aunque independiente del poder colonial británico desde 1922, la influencia del inglés en Egipto traza una divisoria lingüística difícil de salvar. Es por eso que la mayoría de los egipcios que acuden a España cuentan con estudios universitarios, que usualmente ponen al servicio de nativos y compatriotas en suelo español.
Ese último caso es el de Mohamed Abdelsamie, nativo de la inmortal Alejandría y, desde hace un año y tres meses, profesor e investigador en la Universidad de Oviedo. La musulmana es una religión que valora en grado sumo el conocimiento intelectual; no es casual que se suela designar como iman, o conductor de las oraciones, a aquella persona más versada en el Corán, capaz de recitar su contenido adecuadamente y de memoria, una cualidad, a menudo, presente en quienes gozan de una cultura más elevada. Como prueba de ello, no es raro que el propio Abdelsamie acuda a Gijón desde la capital asturiana para conducir los oficios en la sede del Centro Cultural Musulmán. Por eso, nadie como él para dar respuesta a la pregunta clave: más allá de la privación de alimentarse, de la abstinencia sexual, de los llamamientos a Dios… ¿Qué significa el Ramadán?
«El objetivo de este mes es purificarse, cierto, pero en varios sentidos», explica. El primero de ellos es el puramente espiritual, una suerte de absolución de pecados. «Durante todo el año las personas estamos muy ocupadas con cosas mundanas: el trabajo, el estudio, el ocio… Pero llega el Ramadán, y nos da un periodo de descanso espiritual, de rechazo de esos lujos mundanos, de posibilidad de dejar a un lado la parte material de la existencia». De esa base parte una derivada solidaria, ya que «el ayuno ayuda a entender el sufrimiento de los pobres, de los más necesitados». Y esa variable introduce el segundo sentido del Ramadán, y quizá el más relevante para los mahometanos: la posibilidad de ser mejor persona. «El Ramadán implica respeto: mantener buenas maneras, ser educado, no pensar mal, no insultar, no dañar… Tratar a una persona como a tu propio hijo, a tu hermano, a tu pareja…», añade Abdelsamie.
Dada la trascendencia de esta práctica, no es de extrañar que, durante la última semana, las familias que creen en ella hayan estado ocupadas adecuando sus hogares y proveyendo sus despensas y neveras de todo lo necesario para afrontar el mes. Frutos secos, dátiles, arroz, pollo… Las opciones son amplias, marcadas por los gustos y costumbres de cada persona, unidad familiar o nacionalidad, aunque sobre una metodología colectiva. Poco antes del amanecer es posible disfrutar de un refrigerio ligero, el suhur, pensado para hacer más llevaderas las largas horas de abstinencia alimenticia; por su parte, con la llegada del crepúsculo es el momento del iftar, el banquete nocturno, segunda de las dos únicas comidas permitidas durante el Ramadán. Sólo las personas diabéticas, embarazadas, lactantes, enfermas crónicas o en periodo de menstruación están exentas de cumplir con esta obligación. Al menos, en teoría.
Hasta aquí, lo común, porque hay tantas formas de entender el ayuno como pueblos profesan esta fe. Y en el microcosmos que en Gijón forma la comunidad musulmana esas diferencias, aunque a pequeña escala, resultan visibles. Entre los marroquíes el dátil es el pilar maestro de una dieta, la del mes del Ramadán, marcada por la sencillez de los platos, y con la archiconocida sopa harira como gran protagonista. Nada que ver con la tradición de los senegaleses de elaborar sus comidas preferidas, con la ternera, el pollo y el arroz como espinas dorsales y, a menudo en comunidad, pues «la mayoría de los que están aquí son chavales jóvenes, que han venido sin sus familias; se reúnen, cada día cocina uno… Es muy especial para ellos». Más eclécticas son las costumbres de los argelinos, procedentes, como el propio Gaya, de un país condicionado por los hábitos de sus vecinos Libia y Túnez, en la frontera este, y Marruecos, en la oeste. «En Argelia lo más llamativo al romper el ayuno es el silencio en las calles, aunque también hay mucha gente que saca la comida fuera de sus casas, para hacer donativos», aclara. Como contrapunto, en el Egipto que es hogar de Abdelsamie «hay más vida de noche que de día durante este mes: decoramos las calles, las personas se relacionan, hay mucho ambiente…». No es de extrañar que sea lo que él más añora de su país natal. «Es algo incomparable».
Afortunadamente, en pleno 2024 las dificultades para llevar a término el Ramadán en un país aconfesional y occidental, como es España, son escasas. «No es algo que tengas que publicitar, así que tampoco nadie tiene por qué saber lo que haces de puertas hacia dentro», matiza Gaya. En paralelo, la aceptación de sus costumbres entre los gijoneses lleva años siendo prácticamente absoluta. Como comparte Abdelsamie, «hay una minoría que piensa que es una tontería, pero la mayoría entienden que rechaces sus invitaciones a comer, o que vayas a una cafetería con ellos, y no tomes nada; el respeto ha aumentado mucho, y lo comprenden y lo respetan». Tampoco la obtención de los productos necesarios es un impedimento; la globalización ha hecho de alimentos como los dátiles una presencia familiar en tiendas y supermercados, y no escasean los comercios especializados en comida halal, autorizada para los fieles. De hecho, el único inconveniente funcional es el de cuadrar tiempos. «En nuestros países de origen es habitual adaptar los horarios laborales, trabajar menos horas para poder cumplir con las oraciones y con las comidas de inicio y fin del ayuno, pero aquí es más complicado», confiesa. No es una cuestión baladí; aparte de las cinco oraciones diarias, la costumbre establece plegarias complementarias específicas para este periodo en distintos momentos de la jornada. Aun así, no es un inconveniente grave. «Al final, te adaptas».
Esa capacidad de adaptación, ligada al cambio de mentalidad entre gijoneses, asturianos y españoles en general durante las últimas décadas, es la que contribuye a que este periodo tan señalado del ciclo vital de los mahometanos sea no sólo más llevadero, sino también más gozoso. Un hecho coherente a tenor de la ya mencionada meta del Ramadán: alcanzar una virtud plena. «En este mes debe sentirse una paz entre uno mismo y los demás», concluye Abdelsamie. «Evidentemente, es difícil cumplirlo al 100%; no somos ángeles. Pero si puedes salir del Ramadán con buenos modales y un mejor carácter, habrás mejorado como persona, y alcanzado el máximo de ti mismo. Eso es lo que significa ser musulmán«.