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Tócala otra vez, Sam

Alberto Ferrao por Alberto Ferrao
3 de enero de 2023
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«El acordeonista que, día tras día, se coloca cerca del Dindurra (…) alguien entendió que esa música endiablada colisionaba con los derechos propios, llamando a las autoridades para que procediese a su desalojo»

Los espacios públicos se empequeñecen hacia lugares más privatizados, más encorsetados, más diferenciadores de clases sociales. Parece mentira, pero, lugares reservados para la convivencia, guardianes de la cultura propia de los municipios, centros de la vida social de los mismos, se llevan convirtiendo, durante decenas de años, en espacios donde la sociabilidad se encapsula, la diversidad se aparta hacia los barrios, y las manifestaciones artísticas y la espontaneidad se ocultan.

A pesar de la pátina monocolor que dan los emporios económicos de grandes cadenas, sustentados entre todos y entre todas, a los céntricos ejes comerciales, las plazas, los espacios públicos, las calles, confieren identidad propia a las ciudades, permiten dar un sentimiento de pertenencia a sus habitantes, y construyen un papel sociabilizador escrito con las plumas de numerosas historias compartidas a lo largo de los años. Las plazas, los espacios públicos, las calles, son lugares vivos, alegres, dinámicos, que nos empecinamos en querer domesticar, maniatar, con la normativa en una mano y la explotación económica en la otra.

Aquellas personas que se consideran apolíticas deberían reflexionar, cuando se dice espacio público, que alguien, hace muchos años, con una visión comunitaria y de derechos, protegió y creó lugares para la ciudadanía y la convivencia, zonas comunes para la mejora de la sociedad, es decir, a través de una ideología política, alejó la privatización de espacios para lograr un uso colectivo. Teniendo en cuenta lo dicho, el lugar público es un elemento de deliberación, de democratización, un espacio abierto a la ciudadanía, en donde todos y todas, como así debe ser, pues es un derecho universal, somos iguales, independientemente de cual sea nuestra posición social, nuestra cultura, orientación sexual, etnia o religión. Ese es el espíritu que irriga en la terminología, en los vocablos unidos para conformar su significado: lugar de convivencia común. Sin embargo, la idea, en su máxima pureza, no ha existido nunca.

El espacio público, desde sus orígenes, también tiene restricciones, también pone limitaciones, también existen actitudes dominantes que minimizan las posibilidades de diferentes culturas, orientaciones sexuales, etnias, religiones u otras formas de entender ese mismo espacio. Un ejemplo claro en nuestra ciudad es que, hace años, las calles y las plazas de Xixón estaban llenas de chicos jugando al fútbol, pues, como mayoría que éramos, marcábamos el uso dominante del espacio (remarco chicos, ya que el hombre ha definido durante años, y lo sigue haciendo, el espacio a su antojo y privilegios). En cambio, ahora, en una sociedad más envejecida, con una edad media casi cincuentera, somos los adultos los dominadores de espacios sobre los más jóvenes. En ese supeditar el empleo espacial a nuestra y particular realidad, el cartel “Prohibido jugar a la pelota” vigila de forma diabólica en múltiples paredes. Hasta que llegó la claudicación, solo se resistió a sus órdenes, la plaza Italia, convirtiéndose en el último reducto galo conquistado por la llegada de hamburgueserías y pollos refritos. Lugar de pelotas y carreras, en el mismo centro de Xixón, eliminado por el conglomerado de jóvenes con bolsas de papel en la mano, unos dejando un rastro de gritos de goles y pases para el recuerdo, otros, en el mejor de los casos, papeleras con sobrantes de comida rápida

Quizás, hoy, hemos construido un concepto distinto de lugar público, quizás, las prisas de esta sociedad han convertido nuestros espacios en zonas más de paso que de estancia, quizás, con esa visión de trashumancia urbana, se ha eliminado o limitado, consciente o inconscientemente, todo aquello que pueda provocar el difícil caminar de las personas, entorpeciendo con ello el lugar para estar, para reunirse con amistades, para uso colectivo de grupos. Eso hace que, desde tiempos pasados, y cada día con mayor incidencia, los lugares de todos y de todas se hayan convertido en lugares de carrera en las mañanas, de envío de mensajes guasaperos en la tarde, y de deambulares serpenteantes en la madrugada.

A pesar de que Xixón es una ciudad que mantiene con orgullo lugares que facilitan la parte de convivencia social, sobremanera en zonas verdes, lo concerniente a estancia, a espacio de encuentro, a lugar de reunión, lleva muchos años privatizándose, volcándose hacia establecimientos de consumo, con terrazas de bares y restaurantes. En ese movimiento, ya imparable, se mercantilizan lugares, caminando hacia la homogenización del espacio, evitando la unión espacial o de relaciones de gente socialmente diferente. Es decir, las plazas, las calles, los espacios públicos urbanos han perdido elementos básicos de sociabilidad comunitaria, no sabiendo muy bien por qué, si buscando una eliminación de conflictos inherentes a la convivencia humana, por la propia configuración de nuestra vida en sociedad, o bien porque la dominancia establece los lugares a su antojo.

Todo esto viene a raíz de lo ocurrido esta semana con el acordeonista que, día tras día, se coloca cerca del Dindurra para malvivir de lo que las personas que deambulan le dejan en ese lugar de vergüenza social apoyado en el suelo. Alguien entendió que esa música endiablada colisionaba con los derechos propios, llamando a las autoridades correspondientes para que procediesen al desalojo del músico en cuestión. Entiendo que la convivencia es difícil, y que la libertad se sustenta a través del respeto de los derechos de los demás, pero en una zona como Begoña, con un flujo de personas enorme, con dos terrazas colindantes, más una noria, un tiovivo y el tráfico rodado, no sé si la objetividad de la denuncia se sustentará en aspectos cruciales para que fructifique la misma, como si las inmisiones sonoras del vil instrumento fueron repetidas, continuas y de intensidad suficiente para provocar que la estancia en la vivienda fuera desagradable, como alguna sentencia al respecto establece. Como no soy jurista, ni quiero serlo, me quedo con mi papel de ciudadano, entendiendo que el espacio público debe ser lugar de convivencia en donde los derechos de unos y de otras, de otras y de unos se respetan, y en esas libertades comunes frente a las libertades de unos pocos, es en donde deben prevalecer los límites que garanticen los derechos de todos y todas. Sin embargo, no quiero terminar sin gritar que la vida ciudadana es mejor con instrumentos a su lado, prefiriendo la música del acordeonista antes que el jaleo monocorde provocado por las terrazas del Barrio del Carmen o la Ruta de los vinos. Prefiero el viejo sonido del acordeón, que los gritos mañaneros de las personas que vuelven del Albéniz de madrugada, o vivir con música antes que con ruidos urbanos que, a pesar de ser conocidos e interiorizados, provocan mayor contaminación acústica que notas acompasadas al ritmo de caminantes.

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