Durante la pandemia pude presenciar el coraje, los arrestos morales y el esfuerzo demostrado por una hostelera: Vivi, la propietaria del restaurante El Cencerro, una mujer que se merece un monumento de belleza
Los antiguos griegos eran muy de honrar a sus héroes. Les erigían esculturas en los lugares públicos y los poetas componían versos con los que cataban sus hazañas. La razón de ello es que la griega fue una sociedad enamorada de la virtud y sus héroes fueron los modelos de superación, valentía, autodominio, justicia y buen juicio que todo ciudadano, especialmente los más jóvenes, debían conocer para orientar sus vidas.
La sociedad griega fue un oasis de virtud. Afortunadamente, hoy conservamos algunos de sus productos. Los griegos no solo crearon obras virtuosas sino que ellos mismos fueron obras de la virtud. La virtud edificó la Acrópolis, compuso Antígona, redactó la primera Constitución democrática y se interrogó a sí misma sobre qué es la virtud y cómo se adquiere. Píndaro, por ejemplo, cantaba así a aquellos capaces de traspasar sus propios límites mediante el esfuerzo: «Si alguna vez un hombre se esfuerza con todo esfuerzo de su alma, ahorrarse ni gasto ni el trabajo para alcanzar la verdadera excelencia, entonces tenemos que dar a los que han alcanzado la meta, un orgulloso homenaje de alabanza señorial, y evitar todos los pensamientos de celos, de envidia. Para la mente de un poeta el regalo es ligero, de hablar. Una palabra amable para innumerables fatigas, y construir para compartir con todos un monumento de belleza».
Quizás porque comparto con Píndaro unas mismas raíces, siento la necesidad, incluso el deber, de cantar a los modelos de virtud de nuestra ciudad. Durante la pandemia pude presenciar el coraje, los arrestos morales y el esfuerzo demostrado por una hostelera: Vivi, la propietaria del restaurante El Cencerro, una mujer que se merece un monumento de belleza. Ella, como una inquebrantable amazona, supo traspasar sus propios límites para salvar no un negocio sino una comunidad. Resistió invirtiendo todos sus ahorros, doblando sus horas de trabajo y exprimiéndose al máximo, tanto física como emocionalmente. En aquellos negros días, solía preguntarle: «¿Qué tal estás?». Ella siempre me respondía: «¿Cómo quieres esté? No me lo pregunto, porque si me lo pregunto, me hundo y no me puedo hundir. Hay familias que viven de este negocio». Vivi me enseñó que ser fuerte no consiste en vencer el peligro (cosa que no siempre es posible) sino en perseverar en la acción justa a pesar del peligro. La fortaleza tiene más que ver con el amor a la justicia que con la testosterona. Y para Vivi lo justo era hacer todo lo que pudiera, y más, por salvar los empleos de sus trabajadores.
Quizás Vivi se salvó porque los dioses entendieron que se debe ayudar a quién está más preocupado en socorrer la comunidad a la que pertenece que su propio culo. Hoy, es un placer volver a entrar en El Cencerro como quien entra en el Jardín de Epicuro: un lugar donde cultivar la amistad y disfrutar del placer. Vivi parece haber colgado sus armas de amazona para revestirse de nuevo con el hábito de sacerdotisa de Baco. Y su restaurante vuelve a invitarnos a gozar de la vida: ha vuelto el sonido a las mesas de madera, el olor de los vinos lejanos, la luz que traslucen las cañas de cerveza bien tiradas, los sabores que se armonizan y nos armonizan, la música que sabe maridar una conversación… Pero sobre todo, Tania, Isabel y Jose han vuelto a colocarse sus uniformes y a inundar con su risa a los que nos toca contemplar el mundo desde el otro lado de la barra.