Es sorprendente que una Empresa Municipal de Transportes recupere el modus operandi de la Santa Inquisición. Aunque, todo hay que decirlo, en el Santo Oficio las denuncias de inmoralidad también eran anónimas y uno nunca sabia a priori quién le acusaba
Liliana Sánchez es una vecina de Gijón que regenta un restaurante que ofrece las mejores carnes del país, servidas sobre panes caseros horneados en el día. Liliana puso este año toda la carne en el asador y se aventuró a participar en el Campeonato de Hamburguesas. Para celebrarlo, publicitó (literalmente “hacer público algo”) su propuesta en los autobuses de nuestra ciudad que, durante un corto periodo de tiempo, nos mostraron un primer plano de una jugosa pieza de carne de vaca rubia gallega madurada 80 días con el sistema Dry Aged, acompañada de tajo de papada Ibérica crujiente que se funde con un queso de Varé. En la imagen, la hamburguesa, envuelta por una brioche untada con una mayonesa de trufa, se acompañaba del lema: “Nos gustan maduritas, ¿y a ti?”.
Mientras tanto, otro vecino, del que desconocemos su nombre, su profesión, su edad, su género, su ideología y sus principios morales, presentó anónimamente, desde la más absoluta privacidad, una queja porque la frase usada por Liliana “le parece ofensiva”. El final de la historia lo conocen y si no, seguro que se lo figuran: la Empresa Municipal de Transportes retiró la campaña ya pagada por la vecina hostelera.
Es sorprendente que una Empresa Municipal de Transportes recupere el modus operandi de la Santa Inquisición. Aunque, todo hay que decirlo, en el Santo Oficio las denuncias de inmoralidad también eran anónimas y uno nunca sabia a priori quién le acusaba y de qué, al menos se concedía al reo un periodo de gracia de 30 días para declarar, a diferencia de los actuales inquisidores de EMTUSA. Pero es mucho más sorprendente que estemos reduciendo el esforzado juicio moral a mero sentimiento y que algunos se autoarroguen un supuesto derecho a no ser ofendidos. Si nos reconociésemos ese derecho, la situaciones a las que llegaríamos serían absurdas. Imaginemos una impensable conversación entre la vecina Liliana y el vecino anónimo denunciante:
- Tu publicidad me ofende – afirma el anónimo.
- Pues a mí me ofende que a ti te ofenda – responde la hostelera.
- Pues a mi me ofende que a ti te ofenda que a mí me ofenda.
- Pues a mi me ofende que a ti te ofenda que a mí me ofenda que a ti ofenda.
Y así hasta el más absurdo de lo infinitos. Para solucionar la paradoja de la ofensa, los sistemas democráticos han creado el principio de la tolerancia.
La tolerancia es el fundamento de la vida democrática ya que, como afirma Victoria Camps, sin ella la democracia es un engaño. La intolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias de opiniones, costumbres y formas de vida. Y es que bien supo ver John Stuart Mill que la primera y fundamental libertad sobre la que se asienta la democracia es la de conciencia y expresión: el derecho a no ser aplastado por la opinión dominante. La democracia no tiene sentido sin la doble convicción de que la verdad total no la posee nadie y de que todos somos iguales y, por tanto, nos debemos un mutuo respeto. Porque nadie tiene el monopolio de la razón, debemos escucharnos (aun cuando la voz del otro nos ofenda), respetarnos, dialogar, contrastar opiniones y llegar a acuerdos que permitan un buena vida en común.
En 1973, el antropólogo norteamericano Marvin Harris publicó Vacas, cerdos y brujas, un interesantísimo y original ensayo que estudia, entre otros fenómenos culturales sorprendentes, la sacralidad de la vaca en India, la porcofobia de musulmanes y judíos, y la caza de bruja que llevamos a cabo en Europa entre los siglos XVI Y XVII. La locura de la brujas nos llevó a acusarnos unos a otros y a dictar sentencia antes de verificar. Los inquisidores y los verdugos tenían la firme convicción de estar actuando conforme a la verdad y el bien. La oscuridad reinó en aquellos tiempos hasta que la luz de la Ilustración la disipó y alumbró al ciudadano moderno. No debemos olvidar que ese fuego necesita ser constantemente avivado con nuestras virtudes públicas porque, de lo contrario, las viejas tinieblas volverán.