Las calles se llenan de colorido, tambores, coreografías, ritmo y alegría, los disfraces alquilados o hechos, complejos o sencillos, se pasean enmarcando una irreverencia más necesaria que nunca
Debo reconocer que no soy carnavalero, no soy de esas personas que se disfraza para pasear por las calles, sumergiéndome en una de las fiestas más importantes de la ciudad, y sin duda la más bulliciosa. Tan solo me disfracé, fuera del ámbito educativo, tres veces en mi vida: una, alrededor de los diez años, de Macario, ese bigotudo que generó estereotipos y caricaturas de la España más profunda de la época, junto con el icono del paleto sabio, Paco Martínez Soria, y más perlas tardofranquistas o de la Transición. Otra de universitario, cuestiones parejiles, y, por último, de dormilón; fabuloso, aburrido y cómodo disfraz. A pesar de mi corta experiencia de antifaces y caretas, a pesar de mi alergia a envolverme en otro yo, entiendo el Antroxu gijonés como unas fechas fundamentales en el calendario de la ciudad.
Xixón, históricamente, siempre vivió el Carnaval como en ningún otro lugar de Asturias. Avilés, en cuanto a importancia, sin duda, está a la par, en cuanto a peculiaridad, por delante, pero, al contrario que en nuestra ciudad, su fiesta parece estar más vinculada a un lugar concreto, a un espacio, Galiana, y no a la totalidad del municipio (aunque, últimamente, están cambiando ese concepto arraigado). Una historia Antroxera inspiradora del gran arte, como las magníficas carnavaladas de Evaristo Valle. Pinturas repletas del disparate y el absurdo, llenas de baile y danza, nos permiten acercarnos al carácter aldeano a través de una excelente calidad estética y visual, de pincelada fácil, envolviéndonos en la naturaleza de nuestra Asturias. Pero, además del arte, están las historias propias de las personas que viven el Antroxu como una fiesta social, popular, vulnerando el orden y cambiando jerarquías. Una fiesta, como todas, en donde su componente gastronómico tiene protagonismo propio. En las Carnestolendas asturianas, la historia culinaria está vinculada al porcino, coincidiendo, en fechas, con la matanza del gochu, dejándonos llevar por delicatesen poco valoradas, excepto en el madrileño marketing de Casa Lucio, de unos buenos huevos con chorizo o picadillo. Gente, imaginación, cocina, arte, historia, toda una fiesta que hace girar a Xixón al rodio de la irreverencia.
Esa historia se truncó un día veintitrés de febrero de 1936, en donde, dando prioridad al orden público del país, tras la victoria del Frente Popular en las elecciones y los alborotos que iban surgiendo, Ángel Martínez Peláez, alcalde de la ciudad, hacía saber “queda en absoluto prohibido el uso de caretas en la vía pública en el día de mañana y sucesivos, en que, según costumbre, se celebran los Carnavales”. Tras el Golpe de Estado de Franco, y el atentado contra la democracia, ya no hubo más avisos sobre el Carnaval, ni más caretas, más disfraces, más jolgorio, pues, la dictadura es contraria a la alegría.
El final de la etapa más negra de nuestra historia reciente permitió que el PSOE, allá por 1981, de la mano de Daniel Gutiérrez Granda, retomase, para la ciudad, el Carnaval, un día 3 de marzo, tras el susto ocasionado por el intento de Golpe de Estado de febrero. En esa fecha, históricos presentes, enganchados en el espíritu de la Transición, colaboraron para llevar a cabo, según dicen, una magnífica fiesta en la Plaza Mayor. Ahí estaban Quiquilimón, qué grandes, Fernando Poblet, de pregonero, o Boni Ortiz, reivindicativo hasta en su nacimiento. Todo para empezar de nuevo a construir una fiesta del conjunto de la ciudad y para la misma, dibujada en cada uno de los disfraces y amenizadas por las competitivas, pero maravillosas, charangas, formadas por gente de barrio, de ciudad, que repasan lo ocurrido durante el año a golpe de humor y sátira.
A pesar, repito, de mi falta de gracia para los disfraces, de mi negativa a ver las charangas en un abarrotado Teatro Jovellanos, entiendo la importancia y belleza de estos días. Las calles se llenan de colorido, tambores, coreografías, ritmo y alegría, los disfraces alquilados o hechos, complejos o sencillos, se pasean enmarcando una irreverencia más necesaria que nunca, pues la sociedad se está acostumbrando a caminar peligrosamente “polosegao”- cuánta falta hace más caballos de cartón como el que, hace más de treinta años, cabalgaba Boni Ortiz en la Plaza Mayor- los escaparates se dejan ver por antifaces, asemejando una Venecia muy lejana y demasiado encorsetada, el olor a churro o a frixuelos… todo hace que Xixón ruja, a pesar de los gustos, a pesar de lo que opinemos personas, como yo, que vemos en el disfraz algo tan lejano como Venecia, y dejamos las calles, los bares, los espacios, para aquellas personas que disfrutan paseando sus creaciones, de material y personajes, en un desfile lleno de color, desvergüenza y atrevimiento.
El Antroxu se pinta en febrero, pero las personas pasan meses preparándolo, viviéndolo, pensándolo, ensayando, para que la ciudad se llene de brillo y sátira. Durante los últimos meses, antes de su llegada, algunos colegios acogen tambores buscando afinar su membrana, permiten que, en sus gimnasios, piernas repletas de murga se muevan al compás, son lugares de ensayos de ilusión para llegar al Antroxu de la mejor manera posible. Es de agradecer el esfuerzo de nuestros vecinos y vecinas ya que, sin él, sería imposible realizar la fiesta que conocemos en la ciudad, en donde todo gira en torno a la gente.
Fiesta que tiene la fuerza y la violencia de los tambores charangueros, la sutileza de los disfraces, enseñados con la gracia asturiana, y el arraigo y orgullo de vivirla. El Antroxu es un reflejo de la importancia de las fiestas populares, que nos anclan a esa aldea pequeña de mar, llevándonos a nuestro pasado, a nuestra historia, introduciéndonos en un lienzo de Valle, empapándonos de ayer. Aunque no lo sintamos, aunque no nos guste, debemos valorarlo y ser conscientes de que el Antroxu, la fiesta vivida aquí, difiere de la de Cádiz, Águilas o Uviéu. Si lo vivimos así, es por historia, por esas sátiras y críticas a las autoridades, gritadas al alto durante las celebraciones a comienzo del siglo XX, porque nos unimos a la naturaleza para bailar junto a la irreverencia, porque somos más cercanos a las carnavaladas rurales que aburguesadas, esas en donde las clases nobles se reunían en salones o teatros, alejadas de lo que realmente hace ciudad: las personas. Xixón no, Xixón se reúne en la calle, porque así lo hacían nuestros pasados, porque así nos pintó Valle, porque así vivimos las fiestas, porque así nos paró, en el 36, un franquismo que nunca consiguió quitar el recuerdo de lo que somos, y con ese recuerdo seguimos bailando.
Aprovecho estas líneas para llorar, antes de tiempo, el féretro de la sardina. Una lágrima llena de sonrisa, pues es sabido que la fiesta en la ciudad no va a parar, que nuestro carácter no se bate en retirada por un entierro, que Xixón, es Xixón, apenado, claro, triste, sin duda, pero vivo, para seguir perdiéndose en sus calles, a otro ritmo, el ritmo propio de la ciudad, marcado por el carácter de sus paisanas y paisanos, pues, aunque ciudadanos, seguimos teniendo raíces aldeanas, y que nadie nos las intente arrancar.